CARTA AL MAESTRO/A QUE EMPIEZA.-


En primer lugar quiero decir que hoy, como siempre, vale la pena ser maestro, dicho esto también considero que esta profesión debería tener mayor reconocimiento a todos los niveles. Si se quiere cambiar o mejorar la educación de un país, entre otras cosas, habrá que formar buenos profesores con los mejores formadores y recursos.

Os invito a vivir la docencia en profundidad, a estar vivos en la profesión. El crecimiento en este trabajo es libre, voluntario y para nada gratuito: “cuesta”. En ocasiones cuesta volver a autoconvencerse de las profundas razones para ser maestro. Hay que poner horas encima de la mesa, aunque de esto uno generalmente nunca se arrepiente.

Es importante tener la antena conectada para captar las demandas de los alumnos, para detectar cosas a mejorar, para aprender de los demás. Se trata de pasar por el mundo con los ojos abiertos, mirando; de estar siempre a la escucha para captar una idea, unos materiales, un artículo de una revista profesional, una noticia sugerente, un texto poético o una obra de arte.

El maestro de unos niños no puede instalarse en la rutina, en lo cotidiano, y menos en la mediocridad; ha de ser curioso para adentrarse en mundos que le van a proporcionar retos, incertidumbres y también nuevos horizontes para explorar. A veces esto da miedo; sí nos da miedo, miedo a desequilibrarnos, a salir de la comodidad y ¿qué? ¿para qué es la vida sino para vivirla?. A veces hay que soltar lastre. Me gustó la frase de Martínez Bonafé J. “cuanto más libro de texto, menos maestro” (2004: 83).

Me atrevo a decir que a las energías de los primeros años no hay que ponerles mucho freno. Hay que ser uno mismo y trabajar con pasión. Reconociendo errores y limitaciones, se crece. El tiempo y la reflexión sobre la práctica docente pueden ayudarnos a sentirnos cada vez más satisfechos con nuestra tarea.

A veces uno solo puede “fenecer” en el aula; será importante relacionarse y compartir con otros compañeros la tarea educativa “en profundidad”, y no solo las cuatro cosas de tipo funcional “que tocan” o los chismorreos que ocurren en el entorno escolar u otros. Experimentar el crecimiento profesional entre iguales es una joya; ayudar y dejarse ayudar, acompañar y dejarse acompañar, construir juntos… “un regalo”.

El ecosistema escolar lleva su “intríngulis”. A veces, se gastan muchas energías en gestionar de forma adecuada las relaciones y los malos entendidos en los centros, los conflictos, las envidias y los celos, en justificar posturas y en matizar discursos. Las peores batallas no suelen ser con los alumnos y creo que tampoco con los padres. Muchos dolores de cabeza suelen venir de las relaciones interpersonales entre el profesorado. No es fácil “mantener la pasión” por una labor educativa comprometida cuando se dan zancadillas, celos, aislamientos, camarillas y autocomplacencias. No siempre es así pero a veces toca enfrentarse a situaciones nada fáciles que, más que ayudar, desestabilizan y restan. En todo caso hay que tener fe en las convicciones, confianza en si mismo y ganas de trabajar por los alumnos para dignificarles y también para dignificarse uno a sí mismo. En ocasiones se hace bastante con sobrevivir y a veces, cuando ya no se puede más, es bueno cambiar de aires, si es posible. José Antonio Marina afirma que “un centro inteligente consigue sus metas ayudando a que sus miembros realicen las suyas”.

Ahora es muy frecuente hacer hablar a las fotos en los Powers Points. Podemos afirmar a través de una excelente imagen las grandilocuencias que hacen nuestros alumnos y los grandes objetivos alcanzados con tal o cual acción. Estas cosas, a veces, se prestan al manipuleo y a crear/nos falsas imágenes de la verdadera realidad. Hoy día se venden las escuelas en los medios, hay centros que quieren estar en la prensa y en la radio todos los días para “cacarear” las cosas que hacen, a veces se busca mucho la fachada, la autocomplacencia; y “lo curioso” es que la sociedad valora estas cosas.

Las acciones puntuales y anecdóticas, muchas veces descontextualizadas y que generalmente tienen repercusiones educativas poco contrastadas, pueden llegar a tener más relevancia que la labor educativa del día a día, la íntima, la de la clase. Habrá pues que ser críticos con el montón de propuestas que, con las “mejores intenciones”, llegan a los centros de multitud de estamentos. Puede perderse el norte fácilmente.

Los alumnos vienen a la escuela, no para estar guardados, ni para entretenerlos, ni menos para aguantarlos; vienen a aprender. Se trata de poner en el centro del sistema al “alumno que aprende”, y no tanto al “maestro que enseña”. El que aprende es el alumno; el principal responsable es él, el maestro es un mediador. Por tanto será importante facilitar que nuestros alumnos constaten aprendizajes y así ayudarles a caer en la cuenta de que tiene sentido venir a la escuela. Si les ayudamos a finalizar adquisiciones, proyectos y producciones, y elaboran recuerdos de lo aprendido, les estamos ayudando a constatar lo que son capaces de hacer, lo que han aprendido. Da que pensar que en ocasiones de la escuela, lugar destinado a aprender, salgan personas que detestan el aprendizaje.

En las relaciones interpersonales con el alumno es donde un maestro se la juega. Juegan tantas cosas, y tan sutiles a veces, que hasta resulta difícil explicarse. En ocasiones podemos caer, sin a penas darnos cuenta, en pequeños enganches o chantajes afectivos, comparaciones, prioridades, o en compromisos que luego no cumplimos o no podemos cumplir. El profesor es un “adulto” consciente del papel que juega. Hoy más que nunca no se trata de dulcificar el esfuerzo; flaco favor les hacemos a nuestros alumnos si no les ayudamos a desarrollar su voluntad. Su trabajo es aprender y no todo pasa por la motivación que genera el profesor.

En la escuela no hay ni “tiempos muertos”, ni “espacios muertos”. El recreo, los pasillos, la acogida, las excursiones, el comedor, la salida, el camino a casa junto a un alumno… son tiempos y espacios educativos, y a veces, de primera magnitud. Esos momentos son propicios para el reconocimiento y el diálogo cercano, distendido, que a veces el marco de la clase no posibilita.

Como maestro especialista me gustaría decir que no podemos quedarnos en el ámbito estricto de nuestra especialidad. Por encima de todo está el “ser maestro”, el tener claro que nuestra labor es prioritariamente ayudar al alumno a construirse como persona. Por supuesto que esto no merma la adquisición de conocimientos y competencias disciplinares. Se trataría de ayudar a construir la polivalencia y la transversalidad en el sentido más amplio del término.

Cada vez creo más en la autoformación como motor de cambio. La formación permanente no es algo que viene de fuera, y a la que me apunto o no. Si se tiene necesidad de conocer algo “hay que ir a por ello”; habrá que buscar personas que puedan ayudarnos, acciones de formación y recursos apropiados, etc. Experimentar el placer de dar con algún recurso, idea o experiencia que te ilusione llevar a la escuela, es una satisfacción.

Una pregunta que cabe hacerse de vez en cuando es si los aprendizajes que pretendemos adquieran nuestros alumnos son esenciales o coyunturales. No siempre es fácil establecer esta diferencia, pero seguro que: los que ofrecen mayor grado de aplicación, generalización y transferencia para la vida, los que favorecen el aprender a aprender y los que permiten tratar un amplio espectro de situaciones (principios para actuar), son fundamentales.